Publicado originalmente en el Diario La Opinión de California, el 23 de febrero de 2001
El poder y sus alturas marearon a los dirigentes ayer golpeados por la dictadura. Hoy dejan el deseo de justicia a un lado y se afanan en elucubraciones políticas
Patricio Zamorano
Cuando asumió el gobierno de transición tras la dictadura de 17 años de Augusto Pinochet hubo una oleada de expectativas sobre la reconstrucción democrática que el nuevo proceso deparaba. Muchas leyes de amarre, autoritarias y paternalistas, dominaban el escenario constitucional, lo que impactaba directamente en el ejercicio cotidiano de la institucionalidad del país.
El programa de gobierno de la Concertación de Partidos por la Democracia, opositor a Pinochet, era optimista y claro: promulgaba la recuperación de los espacios de expresión popular cercenados por la dictadura; terminaría con los enclaves autoritarios establecidos en la Constitución de 1980, creada al alero de Pinochet; y una de las consignas más sensibles: haría justicia en nombre de las miles de víctimas de violaciones a los derechos humanos a manos del Estado militar. Muchos elementos de estas líneas troncales se han cumplido, y muchos otros aún ni siquiera se han iniciado, debido, principalmente, a que las trabas que la Constitución de 1980 puso a la democratización han demostrado tener un entramado muy difícil de romper, según los propios límites que la Carta Magna exige.
Entre estos elementos está, por ejemplo, la Ley de Seguridad Interior del Estado, que protege a las máximas autoridades de expresiones ciudadanas en contra de ellas, mediante mecanismos legales privilegiados. Además, está la presencia de los senadores institucionales, no elegidos por voto popular, en cuya designación tienen injerencia también los militares. Además, en el plano electoral, aún persiste un sistema binominal, que provoca que muchos partidos no tengan representación parlamentaria. Sin embargo, todos estos elementos quedan en segundo plano cuando se escuchan las declaraciones de altas autoridades del gobierno de la Concertación, conformado por socialistas y democratacristianos, en torno a los derechos humanos.
Frente a las impactantes denuncias en contra del jefe del Estado Mayor de la Fuerza Aérea, Hernán Gabrielli, en cuanto a que torturó a opositores al gobierno de Pinochet, el oficialismo ha reaccionado relativizando la situación y, lejos de esforzarse en limpiar el “honor” mancillado de las Fuerzas Armadas apoyando la identificación y alejamiento de los cuarteles de personas que incurrieron en actos contra la humanidad, optó en un primer momento por pedir a la población que no continúe con este tipo de denuncias.
Desde el contexto internacional no tiene nombre el hecho de que un destacado dirigente socialista como José Miguel Insulza, ministro del Interior, que sufrió el exilio, quien tiene muchos conocidos que fueron víctimas de la dictadura de Pinochet, torturados y desaparecidos, aparezca renegando del derecho fundamental a la petición de justicia. Insulza declaró que no era prudente que las víctimas de torturas llevaran sus denuncias a tribunales, sino acotarse a los desaparecidos y ejecutados. Con ello cometió una barbarie moral, primero al entrometerse en las atribuciones exclusivas del Poder Judicial, y luego en la intimidad y el dolor de cada persona que fue víctima del salvajismo de soldados chilenos.
El gobierno ha tenido que rectificar los dichos de su ministro, y el propio secretario de Estado intentó justificarse, señalando que “15 ó 20 mil personas en los tribunales, este país no lo resiste, así como ningún otro”. El día que un delito deba ser dejado en la impunidad por el tenor de las cifras, significará dejar sin castigo cualquier tipo de crimen masivo.
La traición flagrante a los valores universales de la justicia y la dignidad humana pisotea a la ética por un mero cálculo político. No hay señales evidentes que hablen acerca de posibles asonadas militares como para justificar la liviandad de esos juicios. La excesiva prudencia del gobierno encabezado por otro socialista, Ricardo Lagos, hace que el programa concertacionista sea olvidado de manera flagrante. El poder y sus alturas han mareado a los dirigentes ayer golpeados por la dictadura y hoy encumbrados en elucubraciones políticas, dejando de lado lo elemental de fundar una democracia sobre la justicia, no sobre la impunidad.
Por supuesto, el caso del ministro socialista no es el único, es sólo la última expresión del abandono de muchos valores que se consideraban fundamentales en la lucha contra la dictadura. Muchos dirigentes de izquierda han claudicado en sus deseos de justicia, incluso viendo bajo sus narices que lo que soñaron por años, en su desesperación de torturados y exiliados, lo que desearon miles de desaparecidos, es decir, el juicio a Pinochet, se está cumpliendo, dejando con un hálito de alivio el derecho fundamental de todo ser humano a optar por la justicia y, como consecuencia necesaria, establecer una verdad histórica que impida repetir los errores del pasado.
Patricio Zamorano es periodista residente en Los Angeles.