Publicada originalmente el 11 de noviembre de 2016 en El Mostrador (Chile), ContraPunto (El Salvador) y Pressenza (internacional)
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El millonario gana la presidencia pese a obtener menos votos
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Las claves del Estados Unidos profundo que explican el triunfo del millonario de derecha
En cualquier país del mundo, los resultados de la madrugada del miércoles 9 de noviembre habrían tenido ante las cámaras de televisión un momento histórico. La primera mujer elegida presidenta de Estados Unidos. Un momento dramático. Después de todo, la candidata del Partido Demócrata obtiene hasta este momento, viernes 11 de noviembre, 60.467.000 votos, es decir, casi 400 mil votos por encima del candidato republicano, con 60.071.000 votos. Es decir, 48% para la candidata, y 47% para el millonario. Estas cifras variarán ligeramente, pero no lo suficiente para eliminar la ventaja popular que tuvo la militante del Partido Demócrata.
Pero en Estados Unidos, y no todo el mundo quizás entiende los pormenores de una democracia indirecta y cuestionable como esta, no gana necesariamente quien tiene más votos, sino el que tiene más sufragios de una compleja distribución de los llamados “votos del Colegio Electoral”, representados por cada estado. Y no es novedad que gane el que tiene menos votos reales de la gente. Ya ha pasado antes en la historia de Estados Unidos, la última, tan reciente como George Bush hijo, que el año 2000 obtuvo menos votos que Al Gore. No sirvió de nada: el republicano gobernó al país por 8 años.
¿Qué contienda entonces ganó el inversionista en bienes raíces Donald Trump? Ganó aproximadamente la misma proporción porcentual que obtuvo en las primarias del Partido Republicano (44%), que representa la diversidad conservadora y reaccionaria del país. Para los que hemos cruzado el país por tierra, sabemos perfectamente sobre esa audiencia política. Porque Trump ganó porque Estados Unidos es mayoritariamente blanco, rural y pobre.
Al contrario de lo que la gente cree, Estados Unidos tiene un gran porcentaje de población que no ha tenido la oportunidad de educarse con estudios superiores, y que tampoco vive en las costas desarrolladas, como Washington DC, Nueva York o California. Hay una gran frustración en el medio del país y en el sur profundo, donde los salarios de la clase media y media-baja han venido cayendo sostenidamente en los últimos años y donde el mensaje de Trump contra la globalización como factor de ese desastre personal caló sin tapujos.
Las cifras de la noche del martes concuerdan: Trump arrasó entre la población blanca y sin estudios superiores, y en las zonas rurales. Como se esperaba, perdió entre las mujeres (más del 60% para Clinton), los afroestadounidenses (88% para la ex canciller) y solo un 30% de los latinos votó por el millonario.
Pero Clinton no fue capaz de sostener una ventaja competitiva entre la población blanca, especialmente en aquella más golpeada económicamente, la que no tiene pasaporte, que no puede viajar de vacaciones, que no tiene seguro médico para ir al dentista, que no fue a las universidades prestigiosas de la Costa Noreste. Por eso el Partido Demócrata pierde en estados eminentemente “azules”, el color de esa colectividad, como Wisconsin, una sorpresa mayúscula. El mismo caso de Michigan, ganado antes por Obama fácilmente. Zonas obreras, sindicales, pero aburridas de esperar un chorreo económico que nunca llega.
Esa es la explicación, a mi juicio, de por qué se equivocaron las encuestas de forma importante: subvaloraron el voto rural y de la población menos educada formalmente.
Muchos señalan que la gente no tuvo valor de expresarse a favor de Trump en los sondeos. No concuerdo. Cuando entrevistaron a quienes apoyaban a Trump, especialmente en las aglomeraciones de campaña de los estados pequeños, hombres, y especialmente mujeres, eran claros en seguir apoyando al millonario ante las cámaras, incluso luego de las revelaciones sobre el abuso sexual al que sometió a decenas de mujeres, o ante su racismo o su intolerancia religiosa contra los musulmanes.
En ese sentido, quienes apoyaron a Trump, diseccionaron al candidato. Descartaron valóricamente todo aquello que riñe profundamente con los valores cristianos de los republicanos y sus simpatizantes, y optaron por acoger selectivamente el mensaje antiglobalización y a favor de mejorar sus economías familiares y locales. Esa es la clave, la económica.
Los supuestos valores de tolerancia y diversidad, que ha costado 50 años crear a partir del movimiento de derechos civiles, borrados de un plumazo y subyugados al dinero y el bienestar económico. Estados Unidos se considera a sí mismo un país religioso, pero el fuerte apoyo a Trump entre sectores conservadores, pese a una vida que representa la antítesis de esos valores de cristiandad y moralidad, solo se explica por el pragmatismo salarial, el deseo de recuperar la capacidad de consumo, el sueño americano y una vida más o menos digna, como se idealizó en los años 50.
¿Quién puede arrojar la primera piedra cuando un obrero metalúrgico blanco tiene que trabajar a veces en las noches en el McDonalds del barrio para poder pagar apenas la renta? El antiguo empleo de clase trabajadora, con beneficios, casa propia y fondo de jubilación asegurado, son cosas de un doloroso pasado…
Tengo grabada una conversación con un tío conservador de un amigo blanco, en el corazón de Minnesota. Cuando le explicábamos el problema de los refugiados somalíes ante sus quejas de la presencia de una colonia de ellos cerca de la ciudad de Saint Paul, el viejo republicano se quejaba con frustración: “¡Ya no sé qué hacer con este mundo que no entiendo!”, decía. Trump, con su simpleza de ranchero pese a una vida eterna en la urbe de Manhattan, enganchó naturalmente con el cúmulo de temores que viene flotando en el ambiente, el miedo a la pobreza, el miedo a que Estados Unidos pierda su sitial de grandeza y que eso repercuta en la calidad de vida y en el “ideario simbólico estadounidense” de éxito individual.
El llamado “excepcionalismo estadounidense”, tan antiguo como el ideario imperial de este país y potenciado ya antes en la presidencia de Reagan, es responsable de todo este sentimiento de miedo frente a la posibilidad del subdesarrollo. Efectivamente, EE.UU. tiene un nivel de pobreza igual al de muchos países subdesarrollados, que bordea el 16%. Hay millones de estadounidenses, niños y adultos, que enfrentan hambre. Así de simple, y las cifras lo confirman: más de 13 millones de niños tienen “inseguridad alimentaria”, como les gusta tecnificar a los expertos en políticas públicas.
Los medios de comunicación difunden una vida de elite de las costas lejanas del país, mientras en Iowa o en Nebraska no hay dólares para comprar más leña para calentar la casa. Se elige a un presidente negro, y aparece una candidata presidencial mujer. Se aprueba el matrimonio entre personas del mismo sexo, se legaliza la marihuana y se acepta a decenas de miles de refugiados “potencialmente musulmanes terroristas”, parafraseando lo mejor de Mr. Trump. Las escuelas públicas se van llenando de inmigrantes, mientras las comunidades y los índices de natalidad se diversifican con tendencia a los “recién llegados” de piel morena. Crece el español, como nuevos brotes llenos de savia. Para para el tío republicano de Minnesota, eso no se parece al país que sueña…
Todos estos factores (ya lo sabíamos), fueron los que explotó Trump, especialmente cuando ganó las primarias.
Sus estudios de opinión sin duda captaron este sentimiento de rencor hacia la globalización, que les arrebató a millones ese país idealizado. Cuando escucharon ese discurso trumpero basado en el miedo, la amenaza de la violencia racial, el efecto cancerígeno de los tratados de libre comercio, se reconocieron. Y el vocabulario sexista, misógino, nacionalista, racista, lo escucharon como quien escucha en voz alta sus propios pensamientos, hasta ese minuto prohibidos.
De ahí a marcar un voto, fue el paso más fácil…