El patio oscuro de la Casa Blanca: Obama, o el reflejo de todos

Publicado originalmente el 8 de noviembre de 2008 en la revista El Periodista, Chile.


Patricio Zamorano

¿Estaba pre-determinada esta mañana de miércoles 5 de noviembre, eléctrica, con ese olor a Santiago después de la lluvia, con una luminosidad post tormenta que hacía flotar los ecos del “Yes, we can” con que el nuevo presidente de Estados Unidos, Barack Obama, matizó su discurso de apertura a la historia? ¿Estaba pre-determinado que en el metro que me conducía de los suburbios a Washington DC se subieran estos 15 niños de cuatro años promedio, afromericanos, que se dirigían a un museo como paseo de su sala cuna? ¿Estaba pre-determinado que una de esa niñas, con decenas de piezas de colores en su pelo trenzado hasta lo imposible viera la cara enorme de Obama en la portada de mi periódico, y gritara “now, I can become a president!”, “¡ahora puedo ser presidenta!”, con un gritito de alegría que me heló la espalda de emoción, y que llenó los sones de un alegre carro de metro repleto también de la resaca de los adultos, todos quienes nos quedamos hasta las 2 ó 4 de la mañana celebrando, enjuagándose lágrimas, bebiendo champagne, disfrutando la privacidad de hogares en plena alegría. O gozando la calle U con sus bares en explosión, con gritos, saltos, desgarramiento de vestiduras, de una jornada que se deseaba eterna. La mañana fue de largo análisis en las oficinas, en los pasillos, en los rincones de los cubículos, en los balcones que miran hacia la Casa Blanca, con su habitante solitario mirando los prados frente a la Oficina Oval en silencio…

El patio oscuro de la Casa Blanca vibró esta vez con un espasmo de luz que corrió el velo pesado de la historia tan naturalmente, que nos elevó a todos en un grito emocionado que parecía tan imposible para tantos. El lector debe recordar lo siguiente: hace un poco más de cuatro décadas, antes de 1964 cuando se aprueba el Acta de Derechos Civiles, usted si era afroamericano iba a un colegio segregado, disfrutaba películas en teatros segregados y comía en restoranes segregados. Si se aparecía en una escuela de blancos, lo mejor que podía pasarle es que fuera arrestado. La paliza en la unidad policial lo salvaba de ser linchado y colgado de un árbol por los ciudadanos supremacistas blancos del sur secesionista. Cuando Obama estaba casi a punto de ser engendrado por el amor birracial entre Ann Dunham, blanca de Kansas, y Barack Hussein Obama, africano de Kenia, aún existían varios estados de la unión donde tal matrimonio era ilegal. Los negros no podían ubicarse en la misma área de los blancos en los buses. El cartel “no colored people allowed” era común aunque menos inocente que “zona para fumadores”.

Obama ganó la presidencia por muchas razones.

Ningún blanco podría haber representado la diversidad que engloba Barack Obama. Representa, primero, a millones de hijos de inmigrantes recientes. Su más tierna infancia la vivió en el tercer mundo, en una Indonesia empobrecida. Vivió la subcultura tranquila e integrada de la periferia en Hawai. Jugueteó con las drogas en el paso siempre difícil de niño a hombre. Se hizo negro culturalmente como estudiante en Los Angeles y Nueva York, donde solidarizó, aunque con reparos, con la existencia rebelde de las diferencias dolorosas de raza. Fue activista y organizador comunitario en Chicago. Trabajó en estudios de abogados, ya graduado de la exclusiva escuela de leyes de Harvard. Fue político profesional en el senado estatal de Illinois y luego en el Senado federal de los Estados Unidos. Sus abuelos maternos eran blancos, sus abuelos paternos de una tribu keniana. Tuvo novia blanca, pero terminó casándose con otra afroamericana. En 2008 se convierte en presidente de la República.

Obama nos engloba a todos, nos satisface a todos. Tiene la sangre mezclada, lo suficiente para cruzar, criticando y alabando al mismo tiempo, dos mundos culturales que aún hoy permanecen recelosos uno del otro, el blanco y el negro aún nítido de la segregación de las grandes ciudades actuales. Pero con una diferencia: Obama nació parcialmente sano de la tensión racial propia de ser afroamericano por varias generaciones, debido a que fue hijo de inmigrante reciente, es decir, la primera generación. El nació, además, no siendo descendiente de esclavo, no creció bajo la sombra de ese símbolo doloroso. En su autobiografía cuenta cómo fue su lucha para encontrar y encontrarse en una micro-sociedad afroamericana que le imponía un lenguaje agresivo y una carga valórica profundamente anti-blanca, que no lograba romper el profundo cariño hacia los abuelos blancos que lo criaron en Hawai. El siempre fue, en cierta forma, un infiltrado de uno u otro bando, lo que le permitió hacer un puente entre dos culturas bajo un mismo ideario de patria, aunque alejadas por la historia concreta.

Obama ganó la presidencia también porque hubo un George W. Bush, porque hubo un 11 de septiembre neoyorquino y porque hubo una guerra, que junto con el desastre económico hizo al gobierno tocar fondo. Obama ganó porque Kerry perdió en 2004. De haber ganado un demócrata hace cuatro años, este senador afroamericano no hubiera emergido como la respuesta urgente para el desastre. Bajo este prisma, el traumático triunfo de Bush en 2004, inesperado para todas las fuerzas progresistas internas de Estados Unidos y el mundo, fue el sacrificio necesario para que la sociedad pudiera lavar de una vez por todas la mácula del color de la piel, las cadenas infames del racismo, y descubriera y valorara a Obama, el hombre, la mirada convencida del líder, la experiencia honesta de una vida impecablemente normal. Obama, la voz de todos. La voz afroamericana se convierte por primera vez en la historia de este país en la voz de la mayoría.