Publicado originalmente el 3 de enero de 2009 en la revista El Periodista, Chile
Patricio Zamorano
Se va metiendo poco a poco a la realidad cotidiana. No afecta las compras diarias de alimentos, nada aparente impide que el camión recolector venga en diciembre a limpiar el frontis alfombrado de hojas otoñales. Mis vecinos están con las novedades sanas y transitorias de las proezas del viento de esta semana y la escarcha de los cinco grados bajo cero de esta Navidad del hemisferio norte. La bola de Time Square bajó, también, al mismo ritmo de siempre anunciando la llegada avergonzada de 2009. Notamos, eso sí, un poco menos de gente en el centro de este universo atrayente que es Manhattan. Claro, los bolsones de personas ausentes apreciados a través de la pantalla de TV se lo adjudicamos al frío, enorme y quemante con ese viento que muchos de nosotros hemos sentido en las entrañas de Nueva York. Sí, es el frío… No es la crisis… No es que la gente este año tiene menos dinero para viajar, tomar un avión, reservar una pieza de hotel en la isla más cara del planeta… Hay que convencerse. No es la crisis…
No sentí lo mismo en el paseo obligado para las compras navideñas. Muy pocos mortales en los pasillos, ninguna urgencia en la mirada, mucho espacio entre los carteles de “SPECIAL SALE” tan chillones sin su público. Compré los instrumentos musicales de madera para Violeta sin aspavientos. No había juguetes desordenados en el piso, ni carros repletos bloqueando la salida, ni enojos a plena cara, ni filas. Al lado de la tienda de juguetes, en este suburbio de Maryland, me encuentro con la tienda de una cadena gigante de decoración de interiores, que anuncia una “liquidación por cierre”. Entro lentamente, calculando los espacios extraños que aparecen tras la puerta de cristal. Al ingresar aparece todo el frente totalmente vacío. Elijo el gran pasillo de la derecha. Avanzo entre algunas personas que caminan como yo, un poco con vergüenza, sin ningún sentido, pues no hay nada en los anaqueles. La mayoría de los espacios están cerrados con cintas amarillas, como delimitando el espacio de un crimen reciente. Doy la vuelta entera. Nada de nada. Devolviéndome hacia la entrada encuentro el resumen de este desastre: en dos cubículos se ha concentrado los resabios de una tienda enorme. Están apilados los rastros de cortinas, marcos de fotografías picados en las esquinas, manteles discontinuados, retazos de sillas aisladas. Hasta en la época dorada en la California de 2003, cuando el crédito y los refinanciamientos los regalaban en las esquinas, había liquidaciones de tiendas por cierre, pero por razones distintas. Eso pensé, mientras salía de lo que quedaba del negocio, con un velón enorme rebajado hasta lo imposible. Pero al otro día, a la salida del metro en calle 17, a tres cuadras de la Casa Blanca, tres hombres maduros portaban carteles en sus hombros, por detrás y por delante, promoviendo la venta total por cierre de otras tres grandes tiendas de la zona céntrica… Ahí el pensamiento oscuro fue inevitable. Varios amigos del área marketing y las comunicaciones de la Costa Oeste me han contado que han perdido sus trabajos. Hasta el 31 de diciembre de 2008 unos 4.5 millones de estadounidenses habían solicitado beneficios de desempleo, en comparación a 2.7 millones a la misma fecha de 2007. Estas cifras son alimentadas por los nuevos postulantes a la ayuda estatal para desempleados: a diciembre de 2007 estos llegaron a 344 mil. A fines de diciembre de 2008 llegaron a 552 mil.
El sabor de la crisis no llega solo en las noticias de la mañana. Dos de tres contratistas que están compitiendo por instalar un nuevo sistema de calefacción en nuestro hogar no tienen cómo ofrecer alguna forma de financiamiento: el mercado del crédito es en estos días paupérrimo y exigente. Refinanciar nuestra casa está costando lo equivalente a la suma de muchos procesos burocráticos y seguros de deuda que no existían tan solo unos meses atrás: el riesgo se mide ahora caso a caso, casa a casa, ya no en la forma de miles siendo aprobados irresponsablemente para hipotecas regaladas. La crisis ya está acá. Huele a hedor amenazante en las esquinas. Hasta el árbol de Navidad que inauguró Bush sombríamente frente a su casa es más chico que el año pasado. La estrella de Belén bajó algunas yardas a la tierra fría de Washington DC como exigiendo a este Dios que en teoría bendice a Estados Unidos cada vez que un político termina un discurso (¡el God bless America! me hierve la hiel!) que se deje de bendiciones y haga cosas concretas por la economía. Por lo menos en esta Navidad pasada, Cristo logró salir un poco tras la barba oficialista de Santa Claus: menos vorágine infame de compra de regalos, menos gasto inmoral en las narices, un poco de humildad forzada del imperio que se ajusta el cinturón de oro. Aún sostiene los pantalones, pero ya es tiempo de hacer otro agujero…