La fresca mañana que compartí con Pinochet

Publicado originalmente en el Diario La Opinión de California, el 12 de septiembre de 2002, bajo el título “El otro 11 de septiembre: una mañana con Pinochet”. A continuación, versión completa:


Patricio Zamorano

Un 11 de septiembre más. Fecha curiosa pues el mismo día, pero en la década del veinte, enmarcó otra intervención militar en Chile, que llevaría al poder a Carlos Ibáñez. Claro está que el movimiento que lideraría Augusto Pinochet cincuenta años después lo superaría en crueldad y traición.

Cada vez que se acerca la fecha en Chile, surgen las manifestaciones, la represión policial, los desmanes, las bombas lacrimógenas, que recordaron y recuerdan a quienes compartimos jornadas de protesta contra este ignominioso aniversario, que todo el avance democrático es aparente, que las leyes del perdón y del olvido se resisten a ser “honradas” por el pueblo chileno.

¿Cuántos 11 de septiembre? Muchos se me vienen a la cabeza. Recuerdo que trabajando en el diario La Epoca, excelente periódico que fue boicoteado por el empresariado y el propio gobierno de la Concertación estando como presidente Eduardo Frei, me tocó cubrir el último 11 de septiembre de Pinochet como comandante en Jefe. Habían cerrado la calle en la casa de los comandantes, lujosa residencia en la comuna de Las Condes. La seguridad era tremenda. Habían traído en buses a muchos pobladores que gritaban consignas a favor de su “general”. Los periodistas no nos escapábamos de los gruesos juicios vertidos por estos ciudadanos. Nos regalaban ‘cristianas’ frases glorificando la violencia que se había ejercido contra los opositores a Pinochet, en actos terribles contra la vida humana. Era mayoritariamente gente humilde, aunque algunos no tanto en su agresividad y la forma en que se expresaban sobre las víctimas de violaciones de los derechos humanos.

Yo portaba en mis manos un ejemplar de La Epoca que había traído desde el diario. Con mi credencial salía y entraba del perímetro de seguridad sin problemas. En una de esas salidas, luego de entrevistar al entonces vicecomandante en Jefe del Ejército, Guillermo Garín, y cuando el círculo de periodistas se había disuelto, doy vuelta la cara sintiéndome observado desde un costado. Me encuentro con dos hombres enfundados en gruesas chaquetas invernales (hacía frío), las manos en los bolsillos, corpulentos, unos 40 años, semblante algo descuidado, jeans. Me quedan mirando de reojo, con la cara algo compungida, en un gesto no muy agradable. Habían visto mi diario en mi costado. -Comunista de m…-, vomita uno de ellos, con mucha ‘intención’ en cada sílaba. Lo quedo mirando, sacó mi credencial de prensa, se la pongo en la cara. -Soy periodista, amigo… Mire-.

El tipo corre a un costado la cara y repite alejándose: -Comunista de m… Te vamos a sacar la cresta-. La última frase la escuche de espaldas, un paso más allá y entrando al perímetro de seguridad. Comprenderá el lector que para gente tan fanática, desde los democratacristianos hasta la izquierda extrema, son todos ‘comunistas de m…’. Así catalogaban a Eduardo Frei R. en sus consignas ese día.

El clima era muy marcial. Por todos los rincones personal de seguridad, con sus trajes oscuros, gafas y radios al oído, nos escrutaba con rabia. Había una banda de guerra, y soldados formados con rigor de ese 11 de septiembre a primera hora de la mañana. El aliento se nos congelaba en la cara, esperando la salida del general que sería honrado. La espera se hacía larga: sólo la algarabía de los partidarios se hacía escuchar. Iban entrando de a poco parlamentarios de derecha y empresarios, que venían a darle la mano al líder. Luego el movimiento cesó. En cinco minutos, la guardia se puso frenética.

Vino la salida de Pinochet. Se escuchó un rumor de pasos bajo marcha. El portón de la residencia, el que había sido flanqueado con cuerdas de seguridad, se abrió a una velocidad explosiva. En el mismo instante, en una salida rápida, impresionante por su aire mecánico, provocándome un escalofrío en todo el cuerpo, emerge Pinochet, el veterano dictador, el poder de tantos años depositado en esta guardia armada en forma de triángulo tras él, en una comparsa increíble, con sus capas de gala grises, estilo nazi. En tres pasos alcanza el límite de la vereda. Queda frente a mí. Yo estaba en el costado izquierdo de la formación, a menos de dos metros de distancia de la persona más odiada y más amada de nuestra historia. Pude ver detalladamente sus rasgos seniles aunque todavía endurecidos, frente a la tropa. Sus ojos están cabizbajos, aparentando somnolencia, debido a grandes ojeras que le abultan la mirada. La dureza del semblante se la da su boca, rodeada de dos profundas llagas de expresión que le provocan un gesto de desgano, colgando sus mejillas, sus labios en una curva que cae, el mismo gesto de la famosa foto de los setenta, sentado con gafas oscuras junto a la nueva Junta de Gobierno y esa agresividad que emana de esa mueca de determinación. Ahora estaba frente a mí con sus hombros algo caídos, algo redondo, pero imponente cuando grita “¡Buenos días!”, con la voz nasal que escuché de niño en tantos discursos de cadena nacional obligada, y el “¡Buenos días, mi general!”, de los soldados de Chile amando a su líder, un grito explosivo, que retumba en el barrio rico, mientras los partidarios del caudillo no cesan en su agonía amorosa. ¡Cuántas formaciones habrá revisado en su vida, a las 9 de la mañana, con ese gesto duro, triste, de los militares! Claro que en este caso se inicia un festival de mal gusto increíble, pues la banda de guerra de la Guarnición de Santiago que honrará esta mañana al comandante benemérito no interpretó melodías de rigor militar, sino más bien las melodías “favoritas” del general, que incluían la “Marcha Comandante en Jefe”, la “Marcha General Augusto Pinochet Ugarte” y la canción “Libre”, que popularizara el cantante de baladas Nino Bravo. De más está decir que cuando hice la crónica en el diario más tarde, mi editor amablemente sacó la alusión que hice respecto a que la canción “Libre” era obligada a ser “interpretada” a los prisioneros que eran torturados en Tres Alamos y otros campos de exterminio. Me negué a firmar la nota.

En todo este ambiente, en la primera ocasión en que tenía a Pinochet frente a frente, con los gritos de sus partidarios, con el despliegue de seguridad y el culto a la personalidad del ex dictador, faltaba aún un ingrediente. Ya terminada la ceremonia de las canciones de la banda de guerra, la comitiva da la vuelta, con el mismo gesto adusto, y el dictador penetra nuevamente por el portón, que es cerrado al mismo ritmo de sus pasos seniles, en un movimiento limpio y ensayado. Todo termina. Me tiemblan los brazos. He registrado cada minuto de desasosiego en mi grabadora, la voz del dictador diciendo “este es un día muy especial para Chile y para todos nosotros. Muchas gracias por eso”. Salgo del perímetro, agotado. El auto con el fotógrafo había sido estacionado a dos o tres cuadras. Los carabineros habían redirigido algunos autos de prensa, así que no estaba seguro dónde estaba. Enfilé por la calle que parte casi al frente de la casa de los comandantes. Había caminado unos treinta metros cuando doy vuelta la cabeza sin detenerme. Ahí estaban mis dos amigos, los que había conocido sin siquiera haber sido presentado. Seguían con las manos en los bolsillos y caminaban con la cabeza media agachada pero los ojos al frente. Por supuesto, no esperé encontrármelos demasiado cerca. Apuro el paso y doblo en la esquina siguiente, a la izquierda, donde esperaba que el auto estuviera. Fue una sensación un poco inquieta al ver que ¡no estaba! Increíblemente, no había ningún policía cerca. Miro para atrás, y los tipos ya se habían sacado las manos de los bolsillos y caminaban a tranco largo. Avancé hasta la esquina (era una cuadra corta) y cuando doblo a la derecha, corro una cuadra. Doy vuelta a la derecha y una más en la otra esquina, es decir, con la intención de volver al área donde estaba el perímetro de seguridad. Recreé tantos episodios conocidos por mi generación sólo en los libros y testimonios de tantos perseguidos, chequeados, espiados, presionados, allanados, arrestados durante la dictadura. Sentía la cabeza palpitando, las piernas dormidas, una mezcla de indefensión y rabia por que me estuviera pasando un hecho de intolerancia fanática en plena ‘democracia’ y a metros de la casa de los comandantes en Jefe.

Sentirse perseguido de esa forma es una sensación extraña e inquietante, que sólo se entiende cuando se vive.

Enfilé, como dije, por la misma cuadra por la que había iniciado el “paseo”, y volvía a la calle donde está ubicada la casa militar. Los tipos no pudieron ver los desvíos que hice y no los vi aparecer. En plena esquina, me encuentro con el diputado de la UDI, acérrimo pinochetista, Iván Moreira. Inmediatamente le repruebo que traigan gente sin ningún tipo de control y que amenace de esa forma a los periodistas. Moreira me mira con los ojos abiertos, pidiendo disculpas, y que cualquier cosa como esa debe ser denunciada a Carabineros y bla, bla. Después me llamó Rodrigo Eitel para pedirme disculpas, contándome que habían traído gente en buses de barrios respetables y que no volvería a pasar y bla, bla. Eitel era un joven dirigente de derecha, que incluso firmaba sus declaraciones de prensa con una rúbrica casi idéntica a la de Pinochet. Ya en el auto, yendo al diario, se me vienen a la cabeza tantas cosas. La historia me acaba de hacer un guiño cruel. He acompañado al general en su última jornada como comandante en Jefe en SU día, el que guarda bajo su almohada como relicario de viejo senil. Poco tiempo después asumirá como senador vitalicio, y vendría luego su arresto en Londres. En esa ocasión, quienes gritarán frente a su cuarto de convaleciente-de-hernia-arrestado en la London Clinic reivindicarán los nombres de los muertos que antes de morir bajo el apremio de la tortura cantaban “Libre” a manos de los chacales alimentados por el comandante benemérito.

Aún conservo la grabación de esa jornada.

 

 

Patricio Zamorano Martínez es periodista, radicado en Los Angeles.