Publicado originalmente en el Diario La Opinión de California, el 8 de octubre de 2000
Patricio Zamorano
Tenía sólo quince años cuando llegó la democracia a Chile. Recuerdo la fiesta en la noche, muy tarde, casi iniciándose la madrugada, una fiesta tardía debido a que el gobierno, haciendo eco de los últimos estertores de indecencia que le quedaban, estiró las horas para atrasar la avalancha que les hizo temblar: la opción NO ―que implicaba NO a ocho años más de gobierno de Pinochet, NO a más exilio, NO a más persecución política, exoneraciones, torturas, asesinatos, cesantía― ganaba el plebiscito que el propio ex dictador había inventado para perpetuarse legalmente en el poder.
El 5 de octubre de 1988 Pinochet cayó en su propia trampa. Sus asesores más cercanos le habían inventado un teatro de juguete, donde el anciano militar veía un pueblo amoroso de sus logros y orgulloso de su estampa y de su obra. Un Alberto Cardemil sudoroso y nervioso, en ese entonces subsecretario del gobierno militar, leyó el primer bando oficial que, seleccionando algunas mesas escrutadas específicas, daba por ganadora a la opción SI.
Así sería toda la noche, provocando la alerta del conglomerado de oposición democrática que veía cómo sus cifras, de clara ventaja de rechazo a Pinochet, no se veían reflejadas en el mensaje oficial. Fueron duras horas de tensión en que el destino del país estaba en juego, y donde se temía alguna señal de desconocimiento militar del resultado de las urnas. Finalmente, no fueron los recuentos televisados, sino un general, el comandante en jefe de la Fuerza Aérea, Fernando Matthei, miembro de la junta militar, quien ante la expectación de periodistas que lo interceptaron a metros del palacio presidencial de La Moneda, muy tarde en esa noche memorable, reconoció el triunfo del NO. Ahí comenzó el descalabro del gobierno que por 17 años redujo al país a su mínima expresión democrática.
El verbo popular tuvo una nueva joyita: “Pinochet corrió solo y llegó segundo”, declaraba la prensa identificando con la picaresca aguda del hombre de la calle el drama de la corte de privilegiados del jefe militar.
Había hecho una campaña comunicacional impresionante, aprovechando su influencia en los medios televisivos, radiales y de prensa escrita más importantes. Apareció vestido de terno y corbata, como los políticos a los que criticó tan denodadamente ya establecido en el poder. Beso a los niños, se sacó fotos de la mano con la “primera dama” y mostraba a sus nietos evidenciando su apelativo íntimo de “abuelo”. Repartió cientos de miles de volantes anunciando las mil y una catástrofes que caerían sobre Chile si la opción NO ganaba. Advertía, por ejemplo, que el país volvería a ser un satélite ruso, que habría filas para comprar los alimentos básicos, que existiría hambruna y subversión, caos y demagogia. El Chile de fines de los ochenta no era el mismo de los primeros años de los setenta. Los oscuros designios sólo cayeron fríamente en las conciencias, como una anécdota ridícula de la historia. Pinochet declararía a sus más cercanos que el pueblo lo había traicionado al no devolverle el gesto de entrega a la patria que él había protagonizado expulsando al marxismo del poder, aunque fuera con traición, deshonra a su uniforme y desprecio por la vida de sus compatriotas.
Sin embargo, Pinochet no entregó gratis el poder. El mundo se sorprendería años más tarde cuando el general ―el primer ex dictador que seguía en el poder militar después de dejar la Presidencia de facto― asumía como senador vitalicio. Los casi veinte años de dictadura no fueron en vano: asesores civiles y militares planearon el tramado institucional de la nueva Constitución, aprobada en 1980 por voto popular sin las mínimas reglas de transparencia electoral. Esta Carta Magna confirió a Pinochet el carácter de senador vitalicio, que asumiría luego de dejar la comandancia en jefe del Ejército. Además, legó un Poder Judicial infiltrado en la cúpula por los ministros nombrados por el régimen militar, además de limitar la expresión popular al instaurar un sistema electoral binominal que provoca, hasta ahora, que los partidos independientes no alineados en grandes conglomerados no tengan representación parlamentaria. Los expertos previeron que la derecha se vería aislada del futuro Parlamento por lo que crearon un tramado electoral que benefició, justamente, a los partidos pinochetistas pues el sistema binominal aseguró escaños para ellos. Dotó, además, a los militares como “garantes de la institucionalidad”, es decir, protectores atentos a la “irresponsabilidad” de la civilidad. Esta aberración política, común a varias constituciones de Sudamérica, los deja por encima de los verdaderos detentores de la institucionalidad, como son, por ejemplo, el Parlamento y el Poder Judicial.
La transición democrática que inauguró ese histórico 5 de octubre aún está pendiente. Llegó como una ola de renovación, que hizo bailar toda la noche a la gente en el céntrico Paseo Ahumada y en la Plaza Italia. Recuerdo haber dormido esa noche al compás de las bocinas de los autos, los gritos de festejo, las fogatas que se prendieron en la esquina con neumáticos viejos, las velas puestas a todo lo largo de las avenidas donde cayeron jóvenes y viejos bajo las balas asesinas. Pinochet debe haber escuchado la misma algarabía sinfónica, pero insomne. Para más del 50 por ciento que voto NO fue una noche dulce, de esperanza. Chile despertaba de una largo letargo, una modorra cruel que nos enlodó en nuestra convivencia nacional marcando para siempre la historia moderna del país. Somos privilegiados espectadores de las consecuencias históricas que se desencadenaron ese 5 de octubre, hace doce años y que aún perduran ―en una dialéctica imprevisible― en el más lejano país del cono sur.